domingo, 15 de marzo de 2009
La casa
A veces, Barreiro miraba de reojo la casa.
Le causaba una extraña sensación aquella casona antigua de estilo francés, con grandes ventanales siempre cerrados, paredes descascaradas y veredas rotas.
Estaba ahí desde mucho antes que Barreiro llegara al barrio, y decían que había sido un convento en el que se recluían las monjas descarriadas. También se decía que tenía túneles que se comunicaban con lugares estratégicos de la ciudad. En fin, esas cosas.
Le habían comentado a Barreiro que el caserón había sido ocupado por los milicos, que en esa época entraba y salía gente y que siempre se escuchaba música fuerte. Y que siempre, pero siempre había tenido los inmensos ventanales cerrados.
Por todo esto que había escuchado, Barreiro miraba de reojo. No era miedo, era otra cosa.
Aquella mañana caminó sin apuro hasta la parada. Iba silbando bajito un tango del que no recordaba el nombre. Hacia frío, y mientras caminaba parecía hundirse en la camperita raída. Se acomodó sobre el cordón como le gustaba, prendió un "jockey" y, como hacía cada mañana, miró de reojo los inmensos ventanales.
Al principio pensó que lo había imaginado, que en realidad era un deseo oculto, o algo así. Pero no. Allá arriba, cruzando la calle, la ventana que daba a la calle Britos estaba abierta y al filo de la ventana, bajo una luz tenue casi imperceptible se podía ver un rostro.
- No puede ser -pensó- hace años que la casa está abandonada.
Barreiro miró fijamente a la ventana tratando de acercar la mirada, de estar a centímetros de la ventana, de devorar cada detalle de aquello que no terminaba de aceptar y sin embargo estaba ahí, parado en el cordón de la vereda, mirando aquella ventana.
Lo que veía, lo que le parecía ver, le resultaba conocido, como una imagen que ya tenía incorporada. Ese rostro, esa expresión...
Bajó los ojos por un segundo, aturdido o confundido. Cuando miró otra vez, el ventanal estaba cerrado, los postigones de hierro tapaban todas las ventanas y no había más luz que la de una farola que iba confundiéndose con el amanecer.
Pestañeó un par de veces, tiro el cigarrillo apagado y pensó que tal vez era un sueño, un incomodo sueño donde se conjugaban diversas cosas de su cotidianeidad.
Aquella esquina, la espera del colectivo que ya pasaría, el cigarrillo y el inmenso caserón con sus ventanales cerrados desde que tenía memoria.
Estaba convencido que despertaría y que todo sería como siempre. Los ojos que se abren de a poco, las manchas en el cielorraso, las pantuflas, la cocina, el mate, afeitarse despacio, la radio. Pero no. Estaba en esa esquina, mirando esa ventana que ahora estaba
cerrada pero que hacía unos minutos estaba, no solo abierta, sino con luz, y además ese rostro tan familiar.
Las luces del colectivo lo sorprendieron, hizo un esfuerzo por mirar otra vez hacia el caserón pero no pudo y subió.
Todo ese día estuvo pensando en lo que había pasado aún sin poder convencerse de que realmente hubiese pasado. A la vuelta bajó unas cuadras antes, un poco para caminar, otro poco para no pasar por la calle Britos.
Esa noche Barreiro no pudo dormir. Se le venían imágenes constantemente: el caserón, el ventanal, la luz tenue y ese rostro.
Por la mañana se levantó mas temprano que de costumbre, hizo lo de cada mañana demorando cada cosa un poco más, hasta que se hizo la hora.
Caminó despacito hasta la parada mirando el cemento, se paró como cada mañana en el cordón de la vereda y al mirar de reojo, mientras encendía el cigarrillo, la vio.
Ahora nítidamente, se veía el borde de la casa recortada contra el cielo. Los postigones de acero abiertos de par en par, y detrás de los vidrios sucios bajo una luz tenue, el rostro nítido de una mujer.
Miró fijamente y bajó la mirada unos segundos. Cuando miró nuevamente el rostro estaba ahí, lo podía distinguir perfectamente. La nariz aguileña, el rostro redondo con largos cabellos blancos y la mirada profunda.
Bajó la mirada, la subió y miró en derredor para corroborar que todo estuviese en su lugar: la parada, la plaza al costado y mas allá, el baldío.
Esa mañana, Barreiro no tomó el colectivo
Con pasos tímidos cruzó la calle hasta pararse en el gran portón de madera labrada. Estaba a punto de golpear el pesado aldabón de bronce cuando la inmensa puerta se abrió. Barreiro dio un paso atrás y estuvo a punto de echar a correr cuando escuchó una voz suave: - Adelante por favor, la señora Montagnu desea verlo.
Dio un paso y luego otro hasta entrar a la casona. Detrás de el un hombre de unos 60 años, de buen porte y cabellos blancos sostenía un candelabro de tres patas.
- Por aquí, por favor.
Atravesaron un largo pasillo hasta desembarcar en una galería más amplia. El hombre abrió una pesada puerta y lo invitó a pasar.
Al entrar a la amplia habitación repleta de cuadros Barreiro se sobresaltó por unos segundos. En una esquina, de espaldas al amplio ventanal la mujer de largos cabellos blancos lo miraba, y con un gesto lo invitó a sentarse.
- Hacía tiempo que lo esperaba - dijo con una voz casi inaudible.
- ¿A mí? - contestó Barreiro, en un susurro.
- Sí, era necesario que viniera, yo estoy tan cansada...tomaremos algo y luego me iré.
Barreiro quedó en silencio. No sabía ni porque estaba ahí, a esa hora. Era todo tan extraño.
Y ese rostro, esa expresión. Tan reconocible, tan familiar. Como si fuese suya; algo propio, incorporado.
Encendió un "jockey", recorrió la habitación con la mirada y al acercarse a mirar a través del amplio ventanal desde donde se veía la calle Britos, supo que ya era tarde.
Al principio la desaparición de Barreiro fue motivo de innumerables conjeturas y chismes. Lo buscaron por todos lados, dieron aviso a la policía (como se hace en estos casos), publicaron fotos en los periódicos hasta que concluyeron en que se había tirado al río y con el correr de los meses todos se convencieron de esto.
Una mañana Ramírez, mientras paseaba el perro, se sorprendió mirando los amplios ventanales de la casona abandonada. En uno de ellos se podía ver los postigones abiertos de par en par, los vidrios sucios, una luz tenue y un rostro.
Se asombró de que hubiese alguien en la casona abandonada desde hacía años.
Cruzó la calle y antes de que pudiese llamar a la puerta ésta se abrió y escuchó una voz suave: - Adelante por favor, el señor Barreiro desea verlo.
Rolando Marcelo Arrizabalaga
Este texto obtuvo la primera mención de honor en la XIX Bienal Internacional de Escritores de Villalonga, en febrero de este año.
Le causaba una extraña sensación aquella casona antigua de estilo francés, con grandes ventanales siempre cerrados, paredes descascaradas y veredas rotas.
Estaba ahí desde mucho antes que Barreiro llegara al barrio, y decían que había sido un convento en el que se recluían las monjas descarriadas. También se decía que tenía túneles que se comunicaban con lugares estratégicos de la ciudad. En fin, esas cosas.
Le habían comentado a Barreiro que el caserón había sido ocupado por los milicos, que en esa época entraba y salía gente y que siempre se escuchaba música fuerte. Y que siempre, pero siempre había tenido los inmensos ventanales cerrados.
Por todo esto que había escuchado, Barreiro miraba de reojo. No era miedo, era otra cosa.
Aquella mañana caminó sin apuro hasta la parada. Iba silbando bajito un tango del que no recordaba el nombre. Hacia frío, y mientras caminaba parecía hundirse en la camperita raída. Se acomodó sobre el cordón como le gustaba, prendió un "jockey" y, como hacía cada mañana, miró de reojo los inmensos ventanales.
Al principio pensó que lo había imaginado, que en realidad era un deseo oculto, o algo así. Pero no. Allá arriba, cruzando la calle, la ventana que daba a la calle Britos estaba abierta y al filo de la ventana, bajo una luz tenue casi imperceptible se podía ver un rostro.
- No puede ser -pensó- hace años que la casa está abandonada.
Barreiro miró fijamente a la ventana tratando de acercar la mirada, de estar a centímetros de la ventana, de devorar cada detalle de aquello que no terminaba de aceptar y sin embargo estaba ahí, parado en el cordón de la vereda, mirando aquella ventana.
Lo que veía, lo que le parecía ver, le resultaba conocido, como una imagen que ya tenía incorporada. Ese rostro, esa expresión...
Bajó los ojos por un segundo, aturdido o confundido. Cuando miró otra vez, el ventanal estaba cerrado, los postigones de hierro tapaban todas las ventanas y no había más luz que la de una farola que iba confundiéndose con el amanecer.
Pestañeó un par de veces, tiro el cigarrillo apagado y pensó que tal vez era un sueño, un incomodo sueño donde se conjugaban diversas cosas de su cotidianeidad.
Aquella esquina, la espera del colectivo que ya pasaría, el cigarrillo y el inmenso caserón con sus ventanales cerrados desde que tenía memoria.
Estaba convencido que despertaría y que todo sería como siempre. Los ojos que se abren de a poco, las manchas en el cielorraso, las pantuflas, la cocina, el mate, afeitarse despacio, la radio. Pero no. Estaba en esa esquina, mirando esa ventana que ahora estaba
cerrada pero que hacía unos minutos estaba, no solo abierta, sino con luz, y además ese rostro tan familiar.
Las luces del colectivo lo sorprendieron, hizo un esfuerzo por mirar otra vez hacia el caserón pero no pudo y subió.
Todo ese día estuvo pensando en lo que había pasado aún sin poder convencerse de que realmente hubiese pasado. A la vuelta bajó unas cuadras antes, un poco para caminar, otro poco para no pasar por la calle Britos.
Esa noche Barreiro no pudo dormir. Se le venían imágenes constantemente: el caserón, el ventanal, la luz tenue y ese rostro.
Por la mañana se levantó mas temprano que de costumbre, hizo lo de cada mañana demorando cada cosa un poco más, hasta que se hizo la hora.
Caminó despacito hasta la parada mirando el cemento, se paró como cada mañana en el cordón de la vereda y al mirar de reojo, mientras encendía el cigarrillo, la vio.
Ahora nítidamente, se veía el borde de la casa recortada contra el cielo. Los postigones de acero abiertos de par en par, y detrás de los vidrios sucios bajo una luz tenue, el rostro nítido de una mujer.
Miró fijamente y bajó la mirada unos segundos. Cuando miró nuevamente el rostro estaba ahí, lo podía distinguir perfectamente. La nariz aguileña, el rostro redondo con largos cabellos blancos y la mirada profunda.
Bajó la mirada, la subió y miró en derredor para corroborar que todo estuviese en su lugar: la parada, la plaza al costado y mas allá, el baldío.
Esa mañana, Barreiro no tomó el colectivo
Con pasos tímidos cruzó la calle hasta pararse en el gran portón de madera labrada. Estaba a punto de golpear el pesado aldabón de bronce cuando la inmensa puerta se abrió. Barreiro dio un paso atrás y estuvo a punto de echar a correr cuando escuchó una voz suave: - Adelante por favor, la señora Montagnu desea verlo.
Dio un paso y luego otro hasta entrar a la casona. Detrás de el un hombre de unos 60 años, de buen porte y cabellos blancos sostenía un candelabro de tres patas.
- Por aquí, por favor.
Atravesaron un largo pasillo hasta desembarcar en una galería más amplia. El hombre abrió una pesada puerta y lo invitó a pasar.
Al entrar a la amplia habitación repleta de cuadros Barreiro se sobresaltó por unos segundos. En una esquina, de espaldas al amplio ventanal la mujer de largos cabellos blancos lo miraba, y con un gesto lo invitó a sentarse.
- Hacía tiempo que lo esperaba - dijo con una voz casi inaudible.
- ¿A mí? - contestó Barreiro, en un susurro.
- Sí, era necesario que viniera, yo estoy tan cansada...tomaremos algo y luego me iré.
Barreiro quedó en silencio. No sabía ni porque estaba ahí, a esa hora. Era todo tan extraño.
Y ese rostro, esa expresión. Tan reconocible, tan familiar. Como si fuese suya; algo propio, incorporado.
Encendió un "jockey", recorrió la habitación con la mirada y al acercarse a mirar a través del amplio ventanal desde donde se veía la calle Britos, supo que ya era tarde.
Al principio la desaparición de Barreiro fue motivo de innumerables conjeturas y chismes. Lo buscaron por todos lados, dieron aviso a la policía (como se hace en estos casos), publicaron fotos en los periódicos hasta que concluyeron en que se había tirado al río y con el correr de los meses todos se convencieron de esto.
Una mañana Ramírez, mientras paseaba el perro, se sorprendió mirando los amplios ventanales de la casona abandonada. En uno de ellos se podía ver los postigones abiertos de par en par, los vidrios sucios, una luz tenue y un rostro.
Se asombró de que hubiese alguien en la casona abandonada desde hacía años.
Cruzó la calle y antes de que pudiese llamar a la puerta ésta se abrió y escuchó una voz suave: - Adelante por favor, el señor Barreiro desea verlo.
Rolando Marcelo Arrizabalaga
Este texto obtuvo la primera mención de honor en la XIX Bienal Internacional de Escritores de Villalonga, en febrero de este año.
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