Padecer el castigo del encierro
Cuando fui al Servicio Penitenciario Provincial, con un grupo de periodistas aprovechando la invitación del Defensor Adjunto del Pueblo de la provincia de Río Negro, pensaba que iba a hacer una cobertura periodística más, era realizar una entrevista, contar lo que se ve y generar conciencia al lector sobre las malas condiciones de los presos. Al ingresar a la primera oficina y tener que brindarle mis datos al guardia, para poder entrar, me di cuenta que no era un lugar más, de los tantos que había recorrido. Estaba en una cárcel y no era poca cosa considerando que había ingresado como periodista y no como condenado.
En la primera parte de esta nota, le realicé una entrevista a Mónica Pamer y Maricel Barrientos, la titulé “Educación en las cárceles, Testigos del encierro” y salió en la edición número cuatro, en marzo de este año. Conté la historia de dos docentes que se brindaron a dar clases a los internos en el Penal de la provincia. En esta segunda parte, reflejó la situación de algunos internos, cómo viven, qué esperan y qué sienten cumpliendo una condena en la que muchas veces, en vez de ayudar a progresar a la persona lo sumerge más en ese mundo oscuro, al que todos denominamos cárceles.
El Servicio Penitenciario Provincial de Viedma, aloja a más de cien internos que deben cumplir su condena. Ciento once almas que penan por haber cometido hechos ilícitos ante la sociedad y deben cumplir con un mandato que indica que durante el tiempo que dure el castigo deben reflexionar e intentar cambiar para volver a ser parte de un sistema en el cual no se vieron integrados y recurrieron a robar, en el mejor de los casos.
Entré a la sala de visitas, un espacio amplio, con bancos acomodados en fila y uno pegado a otro, para que los guardias que vigilan desde un rincón puedan ver todos los movimientos de los presos con sus familiares. En un costado, se puede ver un mobiliario con veintiocho cajones, en columnas de cuatro, por filas de siete, cada uno con su respectivo candado.
En otro sector, sobre una pizarra unos carteles que indican los días que se recibe mercadería, lunes, martes, jueves y viernes, de ocho a diecisiete y un par de datos más con la estampa de una virgen. A un costado del salón, se observan cinco pequeños habitáculos, donde cada interno debe ser revisado antes de la visita y después de la misma.
Luego, fui hacia la huerta, que fue hecha a modo de taller y sirve para que los internos se despejen y puedan hacer alguna labor ocupando parte de su tiempo en algo productivo. Ahí estaba Vega, un interno que cumple diez años de condena por robo calificado, oriundo de General Roca, tiene a todos sus familiares en esa ciudad. Se acercó a manifestar un reclamo, el pago del peculio, o sea cobrar por trabajar.
“Cada quince días nos dan un paquete de tabaco o una tarjeta telefónica, según lo que vos elijas, porque hay que elegir una de las dos cosas”, dijo, mientras se reflejaba en su rostro el paso del tiempo y del encierro.
Seguí mi recorrido, con el primer planteo a cuestas, fui al sector de “meditación”, tal cual dijeron los guardias, el denominado buzón donde se aloja a los internos con malos comportamientos. Es una celda de tres metros de largo, por dos de ancho, con una letrina y una cama angosta, es el lugar más chico de la penitenciaría donde encierran hasta quince días según la falta cometida a los sentenciados. Una de esas celdas me llamó la atención, ya que tenía dibujos de mujeres desnudas sobre una pared, los retratos eran muy buenos y evidenciaban el deseo sobre el sexo femenino, el cual se incrementa con el paso del tiempo y la nostalgia de un pasado mejor que el presente.
Salí apenado de las celdas de castigo y me dirigí a los pabellones donde están alojados todos los condenados, son tres pisos donde viven los residentes según el grado de evolución en cuanto a la estadía en el Servicio Penitenciario. En el tercer piso, se encuentran los internos de más confianza, los que realizan trabajos en los talleres y frecuentan los patios bajo la mirada de los guardias.
Caminé por el pasillo central sobre un piso de metal, a mis costados se podían ver rejas y más rejas. Las celdas, se dividían de a tres, cada tres habitaciones, una compuerta se cerraba obstaculizando el paso.
Circulé por los pasillos laterales, los cuales se encontraban inundados de ropa colgada y zapatillas tiradas a los costados. Cada celda se encuentra enumerada y al ingresar se pueden ver camas cuchetas a ambos lados de la misma y de tres a cuatro internos viviendo en ella. Entré a uno de esos calabozos, se encontraba ambientado con pósters de mujeres desnudas, de equipos de futbol, frases elocuentes como “Dios está en esta celda, aquí habita un ángel” y fotos de la Virgen María.
Pude observar varios trabajos realizados en el lugar, las diferentes artesanías, predominaban en la mayoría de las habitaciones.
Entré a otra celda, en este caso me encontré con Sergio, que tiene un problema más bien burocrático, espera una salida transitoria para fin de mes y no sabe si se la darán, porque una asistente social tiene que visitar su casa en Bariloche y ver si se cumplen las condiciones para darle ese privilegio, tendrá que esperar la oportunidad, pero es una realidad un poco más afortunada que la de sus compañeros.
A cada paso que daba, una historia nueva surgía, un hecho lamentable los había puesto en ese lugar y no tienen más remedio que esperar que el tiempo pase para poder resarcirse ante la vida y la sociedad.
En la celda 35, había una persona con un caso muy particular. Sandoval, se encuentra cumpliendo condena acusado de participar en el triple crimen de Cipolleti. El detenido dice ser un chivo expiatorio de la causa, estaba parado en la puerta de su celda, con varios papeles en su mano, contando que el día del triple crimen se encontraba finalizando una condena y quince días después de haber recuperado su libertad le abrieron una nueva causa para encubrir el triple homicidio. “La persona que ingresó al laboratorio y mató a los dos bioquímicos y a la psicóloga, según dicen, tenía de dieciséis a veintisiete años. Cuando a mi me metieron como chivo expiatorio tenía cuarenta y cinco”, comentó mientras daba vuelta uno y otro papel intentando explicar el error. Salí de esa celda con más dudas que certezas, ¿Sandoval decía la verdad o realizaba una acción desesperada tratando de llamar la atención? En fin, es otra de las historias del Servicio Penitenciario de Viedma.
Entrar por primera vez a una cárcel genera un poco de resquemor para con la vida. Esas personas que se encuentran en ese lugar, están por una mala acción y es como deben pagar, según las leyes y la sociedad. La cárcel tiene la capacidad de transformar a la persona y convertirla en un ser arrepentido, desesperado, sensible, desconfiado y disconforme con su situación. Ellos dicen ser inocentes, pero se refleja en el deseo de ser libres, debido a los padecimientos que los años les fueron otorgando y las experiencias que tuvieron que vivir dentro de ese entorno.
Seguí mí recorrido por los ruidosos pasillos, una reja se abría, otra se cerraba y los gritos de fondo que expresaban el folklore de la cárcel. Todos querían contar su situación, demostrando el padecimiento y certificando que están saldando su deuda, pero son protagonistas de un escenario que muy pocos visualizan.
No todas fueron negativas en la historia de los internos, Carlos, de la localidad de Cinco Saltos se mostró muy contento por la visita a la institución carcelaria. “Es grato este momento para nosotros, porque el hecho de estar privados de la libertad y que vengan a interiorizarse sobre nuestra situación es muy gratificante”, reiteró una y otra vez, quien no dudó en hablar frente a los micrófonos y anunciar que le resta muy poco tiempo para poder salir de ese lugar. “Estoy con la expectativa de poder salir, reinsertarme en la sociedad y dejar de hacer todas esas cosas malas que me trajeron a este lugar”, contó muy seguro de sí mismo demostrando lo que quiere en un futuro no muy lejano.
Hablé con los guardias que me acompañaron durante el recorrido, uno de ellos manifestó que hay casos que son determinantes, como el de los violadores, porque no pueden hacerse cargo del delito que cometieron. “No se hacen cargo, por eso la mayoría son reincidentes, terminan su condena, quedan libres y vuelven a cometer una violación, por eso son las personas más difíciles de reinsertar en una sociedad, porque no asumen su culpabilidad”, interpretó un agente del tercer piso.
Mientras recorría el nivel más elevado, en el patio se encontraban los internos recién llegados al Servicio Penitenciario, se asomaron por un ventanal y me preguntaban quién era y qué hacía ahí, se mostraban un poco más alterados y eufóricos que el resto de los presos. Según los guardias, son los más peligrosos, porque están en un proceso de adaptación al lugar.
Terminé de recorrer y volví sobre mis pasos por la puerta principal, saludé a los dos agentes que se encontraban en la entrada de los pabellones, bajé por las torres hacia el primer piso, giré hacia atrás para darle una última mirada a ese lugar en el que nadie quiere estar, me paré sobre la rampa de acceso y comencé a descender.
Caminé tranquilo, pero a medida que se acercaba la salida, apuraba mis pasos. Saludé al último guardia, quien me abrió la puerta. Mientras agarraba sus llaves para encajarla en la cerradura y darle media vuelta, un interno gritó, “esos son los que nos pegan”, era el último de los reclamos escuchados que cargué sobre mis espaldas. Una vez afuera, respire y agradecí no tener que vivir esa traumática situación, la de limpiar las culpas y los errores cometidos en la sociedad a través del encierro.
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